La clase obrera no va a los museos (I)

El arte, al igual que la historia, se ha narrado desde el bando vencedor, desde las grandes conquistas de los reyes, los palacios y las multitudinarias exposiciones.

Tanto el arte como la historia son un producto social que necesita de una institución detrás, un ente social que verifique su relato. El arte jamás se ha sustentado en las clases populares, jamás ha adquirido un sentido de belleza propio para ésta, parecido al que pudiera tener el orgullo de clase. ¿Por qué ni el arte ni la historia han interesado jamás a la clase obrera? ¿No será que se sienten los perdedores del relato? ¿Los constructores invisibles de la obra? Quizá. ¿No nos puede llevar esto a pensar que el propio arte es la mayor falsificación de todos los tiempos?“El proletariado industrial vivía sin unos principios estéticos […] para el proletariado, la belleza era una trampa, una estrategia, una mentira cosmética.¹

Con estas cortantes palabras definía John Berger al arte entre el proletariado, entre aquellos constructores invisibles de la historia. No es que el proletariado viviera sin unos principios estéticos, o que concibiera a la belleza como una trampa de las que ocultan un monstruo tras la máscara; su relación con el arte era consecuencia de su enajenación mental y alienación que imponían, y siguen imponiendo, las macroestructuras sobre las clases humildes. Y aquí, es donde vemos que el trabajo asalariado y el arte no se encuentran tan distantes, que quizá Marx fuera el primero en extender el lienzo de la emancipación y que, quizás, ya es hora de empezar a pintar con hoces y martillos.

Debemos incluir a Marx en la historia del arte, pues ha facilitado las herramientas para entender por qué la clase obrera ve el concepto «estética» con desconfianza. Dentro del sistema capitalista, se produce la alienación, que básicamente enajena al trabajador de su mundo interior y de sí mismo, extirpa esa conciencia de uno mismo, de un ser, de la existencia. De esta forma, prohíbe la entrada a la belleza o al arte, prohíbe la entrada a todo aquello que no sean necesidades básicas. Todo lo que no sea la subsistencia del trabajador debe quedar fuera. De hecho, ahí es dónde se deforma el concepto de belleza o estética, puesto que el sistema aboca a las clases populares a sus necesidades básicas, sin ningún tipo de desarrollo espiritual o interior, y en los pocos casos en los que la clase obrera se relaciona con el arte, es para producirlo para el rico. Arte para el rico, deformidades para la clase obrera.

“Se dispondrá por igual para todos, en proporciones cada vez mayores, de los medios necesarios para vivir, para disfrutar de la vida y para educar y ejercer todas las facultades físicas y espirituales.”²

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Aquí, bajo el régimen capitalista, se establece una cierta relación entre la producción de arte y la producción de trabajo. Debemos partir de la siguiente premisa: lo único que tiene el obrero a su disposición es su fuerza de trabajo, que debe vender para cubrir esas necesidades básicas. Uno de los primeros paralelismos que se establece con el arte es el del discurso institucional. Un obrero vende su fuerza para subsistir, de forma que, aunque involuntaria, ayuda a perpetuar el sistema. Un artista debe vender aquello que produce, aquello que nace de él mismo, a una institución, para así verificar un relato. La subsistencia del obrero y la verificación del arte, que no deja de ser otra expresión más de la lucha de clases.

De esta forma, arte y trabajo se consideran como procesos creadores, procesos en los que en el ser humano hablan de él y por él. Entonces, arte y trabajo tienen un origen común, la capacidad creadora del hombre, el instinto de creación de la humanidad sin importancia de las clases. No obstante, a pesar de su origen común, hay un punto en el que la sociedad divide estos dos productos humanos; el arte se separa del trabajo y el trabajo del arte. El producto del trabajo satisface una necesidad humana, y es útil en cuanto satisface tal necesidad. El arte, no obstante, actúa como suplemento en la sociedad, no como necesidad básica, pero sí necesaria.

Por tanto, dentro de la estructura capitalista de una sociedad, se sitúa la superestructura ideológico-cultural, que se rige puramente por intereses económicos. Ésta, a su vez, se relaciona con la infraestructura económica. Esto nos sitúa en unos márgenes muy estrechos de producción artística dentro del capitalismo, ya que esta producción como tal actúa como producto, pero a su vez como generador de mercado, por lo que el artista se ve ligado a una superestructura económica, y a su vez, ideológica. Así pues, la superestructura rige ideológicamente los cánones de producción artística, generando un mercado a partir de la producción del arte. Esto, en su consecuencia, genera alienación al proletariado, que le es imposible consumir y asimilar el arte, aún siendo la clase más numerosa.

Llegados a este punto, podemos abocarnos a una cuestión que se ha planteado el arte desde su inicio. La cuestión de la autoría, de la veracidad de una obra. Pero, ¿en qué se diferencia la autoría de un simple relato? ¿De una justificación más? De una muestra más del poder pedante que ostentan ciertas instituciones? ¿Podría entenderse una historia del arte sin nombres, años y biografías? ¿O mejor dicho, podría entenderse un mercado del arte sin nombres, años y biografías?

La sociedad vigila y castiga lo mismo que legitima, para que nadie sople la cortina de humo demasiado fuerte. El autor y la obra se separan cada vez más, al igual que lo hacen las clases sociales. Existen falsificaciones, réplicas de cuadros y pinturas que no son del autor. Cierto. Pero también hay una demanda de mercado que legitima todo esto, que lo exige. La falsificación está mal vista dependiendo del falsificador, ya que como hemos visto antes, hay una gran importancia en el relato, relato que las clases dominantes se encargan de construir, legitimar y valorizar. El relato de la autoría viene determinado por una cuestión económica e institucional, puesto que son los museos los que dan el valor de verdadero a un cuadro u obra. Cuando un cuadro se encuentra en un museo, se va impregnando de un discurso de autenticidad, sin importar los hechos que pueda haber detrás. Todo queda tapado. Recordemos que un cubo, a la distancia suficiente, puede parecer un cuadrado.

Tomemos ahora un ejemplo para darle una perspectiva de clase a todo esto. En la película F For Fake (1973), de Orson Welles, se lanza al aire la siguiente pregunta. ¿Si un cuadro se cuelga en un museo el tiempo suficiente, se volverá auténtico? La respuesta puede parecer más o menos clara, pero siempre lo parece desde la clase dominante. El museo no es más que otra institución, otro instrumento más de la superestructura para hegemonizar su discurso a las clases populares. El arte, pues, se mueve por un mercado que hay detrás, y el museo se encarga de dar veracidad a ese mercado para que pueda mantenerse y funcionar. Así pues, respondiendo a la pregunta de si se volvería auténtico, la respuesta es que si obedece a los intereses del mercado, no al mercado de la verdad, sino al mercado económico, sí, se volvería auténtico. Si no, la propia historia del arte se ocuparía de que el cuadro fuera historia.

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De ahí, de toda esa flamante estructura de poder económico que con su objetivismo determina los regímenes y cánones del arte, de ahí, nace la pregunta clave: ¿qué es el arte? Es una pregunta que los críticos, los mismos que muerden con crueldad la mano que les da de comer, consideran trascendental e imprescindible para cualquier persona que entienda de arte o se considere artista.

Esta pregunta, cuya respuesta sigue siendo divagada por las más preciadas mentes del mundo del arte actual, no deja de ser otra forma de perpetuación del sistema en el que vivimos. Otra tapadera más que, tal como el psiquiatra justifica la locura, el crítico justifica el arte.

El nacimiento de esta pregunta surge en la primera década del siglo XX, justo cuando las vanguardias empezaban a florecer, justo cuando su hegemonía se veía amenazada por algo que escapaba a las brillantes mentes de los críticos. ¿Como podían pues, afrontar semejante oleada de nuevas formas de crear arte? ¿O no era arte? ¿Quizá esa era la respuesta, quizá la verdad esté en que no se puede amenazar al arte con algo que no lo es, verdad?… ¿O sí?

Antaño, dirán los críticos, necesitabas un verdadero talento artístico para ser considerado artista, necesitabas tener un don, un talento que te hiciera especial, diferente, virtuoso. Algo con que elevarte por encima del resto, un magnífico trazo que inmortalizara tu imagen y tu nombre en los libros. ¡Eso era el auténtico arte, pero ahora todo es diferente, esos insultos al arte, esas nuevas corrientes, las llamadas vanguardias del arte son aberraciones contra la historia! ¡Ofensas al talento y a los genios que se han dedicado a pintar retratos, paisajes y frutas! ¡Sois unos infames, parece que los vientos de las nuevas vanguardias traigan consigo las ganas de matar a Dios de nuevo!

Por @AxelCasas07


1 BERGER John. El tamaño de una bolsa. Madrid. ALFAGUARA. 2017. p 135.
2 MARX Karl. Trabajo asalariado y capital. Barcelona. DEBARRIS. 1998


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