Cuatro posiciones éticas en torno al humor

Vamos pues otra vez a hablar del tan cacareado tema del humor.

El humor es un tema de poco interés que sin embargo ha venido cobrando importancia por diferentes motivos, el primero y más evidente es que es un tema del que todo hijo de vecino puede opinar. Vivimos en un mundo en el cual el árbol de la ciencia se ha ramificado tanto que cada extremidad arbórea abarca por sí misma varias vidas de investigación, no es de extrañar que haya desaparecido tanto la figura del intelectual como la masa informe del lector culto. Y así como el champán deja un regusto amargo, de la vieja erudición popular solo ha quedado el formato por el cual hay gente que escribe sobre cosas de interés general para una masa variable de lectores; con la diferencia de que ya no es posible hablar de los asuntos especializados, y aquellos que vierten sus opiniones han de asegurarse de hacerlo en torno a las preocupaciones que pudieran darse en la vida cotidiana respecto a un público que ha dejado de hacerse las grandes preguntas y busca lo interesante. Y ciertamente, en esta burbuja opinológica, inflada por la posibilidad de alimentar el ego a través de las redes sociales, el concepto de humor se ha vuelto relevante en tanto cuanto, además de ser un asunto que a todos nos es conocido, ofrece la emoción de enzarzarse en una pelea intelectual en torno a dos bandos bien definidos.

Quedar por encima de alguien en una refriega por el supremacismo moral ha constituido el motor de la reflexión ética, sin embargo, en la Era de la Opinión, la refriega es ella misma un fin, mientras que lo que efectivamente constituye la reflexión ha quedado en el plano de lo instrumental, y a la postre el pensamiento no es sino una caja de herramientas para justificar de manera elegante todo aquello de lo cual ya estábamos convencidos de antemano. Da igual lo que dijeres en torno al problema ético del humor, lo que interesa es de qué bando estás, y, de hecho, da igual a qué punto llegues porque de todo lo que se llegue a investigar, solo quedará el cliché, y es justamente este manejo de los clichés lo que asegura un buen puesto en tanto que likes, shares y visibilidad. De todo lo dicho se extrae una conclusión: toda reflexión filosófica en torno al asunto del humor es una isla en medio de un océano, y como tal no tiene más fin que el de desaparecer al poco tiempo perdiéndose entre todo lo demás. De hecho, la reflexión acontece sin ninguna pretensión normativa en tanto en cuanto se sabe fuera de juego.

En realidad, solo en apariencia podemos hablar de dos bandos (un bando de ofendidos puritanos y otro de jocosos goliardos) ¿Y cuáles son los bandos? Por un lado, tenemos a los moralistas estrictos, que consideran que «lo ético» prepondera sobre lo «estético», como caso paradigmático tenemos a David Hume, y son estrictos no porque digan que es preferible lo bueno a lo bello, sino porque dicen que si no es bueno no puede ser bello (o gracioso). Esta posición es endeble porque entra en contradicción inmediata con nuestra psicología: de facto, muchas veces nos reímos y nos parece gracioso aquello que no necesariamente tiene que ser ético, al igual que hay quien se deleita de la carne aun cuando conoce el proceso de producción de la industria vacuna; es más, muchas veces nos reímos de un chiste justamente por su componente maléfico. Por otro lado, hay quienes son moralistas moderados: y no habiendo criterios objetivos de lo bueno y lo verdadero, creen que la ética y la estética se compenetran en el mismo individuo y no de manera universal; a nosotros nos parece bueno matar cucarachas porque son feas mientras que despreciamos al que mata a una inocente mariposa porque es bella, en este sentido, quien se ríe de un chiste ofensivo es porque él mismo ha armonizado lo gracioso con su idea de bueno, lo cual es un síntoma de que realmente si se ríe de un chiste machista es porque es machista.

Un lector agudo, como se suele decir, habrá adelantado alguna objeción a la posición moralista: «no es evidente que la risa o el gusto por algo sea condición suficiente para decir del que ríe o se deleita que en términos intelectuales esté de acuerdo», o lo que es lo mismo, no hay identificación de hecho entre estética y ética, cosa que sí pensaban los moralistas estrictos y los moralistas moderados. Ahora bien, dado que estética y ética son dos cosas diferentes, ¿deberíamos modificar nuestras conductas para primar los juicios éticos sobre los estéticos (y viceversa)? En función de lo que se responda uno estará comprometido con una de estas dos posiciones: el eticismo o el amoralismo.

Sigamos pues con el artículo para poder encontrar la postura que en función de sus razones prevalezca sobre todas las demás al ofrecer los argumentos más fuertes, habíamos descartado las posiciones moralistas por presuponer un escenario que no se cumple en los hechos, a saber: el que haya universales que impliquen la posibilidad objetivo de Lo Bueno o Lo Gracioso (justamente en algo tan tribal y pueblerino como es el humor) o el que el disfrute estético de algo implique necesariamente un compromiso ético concreto con respecto a aquello de lo que nos reímos. Claro que el moralista moderado pudiera hacernos una recusación e impugnar nuestro argumento retórico basado en la estructura de la realidad al apelar a instancias subjetivas no-conscientes. Tal vez, según la parte interesada, nos estemos autoengañando al decir que no somos machistas al reírnos de un chiste machista, cuando en realidad lo somos. Aunque mi posición respecto a la idea de inconsciente es clara: se trata de una entelequia superada progresivamente por la ciencia (casi como la idea del flogisto), dejo al lector la tarea de meditar sobre este asunto en función de sus preferencias intelectuales: queda espacio para el escepticismo en el moralismo moderado mientras dudemos de la existencia del inconsciente[1]. Incluso cabría defender el moralismo estricto por razones teológicas y filosóficas del tipo: somos unos incapaces y nos reímos de un chiste maléfico en tanto que nos negamos a ver la Idea de Bien.

La tercera posición, el eticismo, defiende la independencia de hecho entre ética y estética, pero aconseja un cierto pudor ético a la hora de limitarse con las bromas de tal manera que intentemos no sobrepasarnos en caso de que el chiste sea éticamente reprobable. Que el chiste sea éticamente reprobable es cuestión subjetiva -y de cada uno- pero independiente de la ofensibilidad del chiste respecto a terceras personas. Desde el punto de vista eticista, no podemos controlar a quien ofendemos, pero siempre podemos calibrar la conveniencia o no de un chiste mediante el sentido común, marcado por el espíritu de los tiempos y el contexto comunicativo en el cual nos movemos. Evidentemente, cosas tales como sentido común o contexto requieren actualizaciones pragmáticas de manera iterativa y en cierta manera requiere no menos de una inteligencia emocional funcional. El límite del humor, para el eticista, es pragmático y depende tanto de sus convicciones morales como de lo apropiado que pueda ser el chiste dependiendo del contexto, esto es, en cada situación se dan una serie de mínimos morales, y al igual que está bien insultar a un amigo con el cual tenemos confianza, está mal hacer un chiste inapropiado a alguien que acabamos de conocer. Al desligar ética y estética, si un eticista hace una broma machista en un contexto determinado -por ejemplo, le cuenta un chiste machista a una chica feminista en clave irónica- se presupone que el deleite estético no implica la convicción moral correspondiente, de ahí que un eticista valore la forma artística del artefacto que cause lo risible como la causa eficiente de lo risible, y no así su contenido moral. El eticismo otorga, además, otra ventaja para el censor, a saber: no identifica siempre el deleite del compromiso ético, y justamente por eso puede valorar cuando es el caso, es decir, cuando un machista ha dicho un chiste machista porque es machista o cuando alguien no-machista ha hecho un chiste machista bajo unas condiciones pragmáticas especiales. Así, por ejemplo, desde el punto de vista eticista cabría censurar a un hipotético Torrente real (Jorge Cremades) que hiciera un chascarrillo sobre el cuerpo de la mujer, pero no a una feminista -de la cual estamos seguros de que es feminista- que hace un chiste sobre «la locura de las feminazis» (nótese el ejemplo).

Por último, está la posibilidad del amoralismo, posición que defiende que todos los humanos tuviéramos que saber que cuando se trata de humor, nos encontramos ante una dimensión regida por la lógica del juego, en la cual no hay consecuencias -y justamente por ello, el disfrute es lo único que realmente importa-. Al igual que el platónico piensa que quien ríe de lo maléfico es porque no conoce (la Idea de Bien o lo que sea), el amoralista se presenta como un platónico invertido, pues afirma que quien se ofende con el chiste es porque no conoce el auténtico sentido de lo humorístico. Los amoralistas extremos, no obstante, se suelen comportar en la vida cotidiana como eticistas por amor al contrato social, y sus salidas de tono se concentran en los medios de comunicación con el fin de ganar dinero o llamar la atención. Por otra parte, presuponen un único concepto de humor verdadero, y relegan las intenciones de los demás a ser intenciones equivocadas, es decir: para un amoralista, alguien que hace el chiste con el fin de ofender no está dentro de la Comedia, sino que se sirve de ella para una cosa distinta que ella misma.

Mi opinión respecto a este asunto es que la mayoría de los seres humanos somos eticistas y pragmáticos, si el humor se ha puesto de moda es justamente por la capacidad que tiene Internet de sacar las cosas de contexto -y generar, por tanto, la ilusión de un contexto universal-. El humor depende de un contexto comunicativo para funcionar y para lograr una aceptación moral por parte de los interlocutores, y esto se debe a que, aunque no lo parezca, los humanos somos inteligentes y conocemos a nuestros amigos: sabemos qué les hace reír y qué no. Incluso sabemos corregirnos en caso de que alguien se haya pasado y fijar criterios estables de corrección de una vez para siempre -cosa rara, porque entre amigos todo vale-. Ahora bien, las redes sociales aíslan el significante de sus interpretantes originarios, variando el significado y con él la carga moral, en suma, un tweet fuera de contexto hace de la broma justamente lo que no es en función de dónde fue dicha y donde se expone públicamente. Y seguramente la cosa no fuera a más si no fuera porque vivimos en la Era de la Opinión, que es casi como decir que es una III Guerra Mundial que libramos todos desde nuestros teclados, necesitando carne de cañón constantemente para darnos la razón -y tener con ello una excusa para mostrar la pureza de nuestra bella alma-.

Un punto importante de mi argumento es entender la diferencia entre conveniencia práctica del humor y ofensibilidad. Desde mi punto de vista, no hay criterios objetivos que fijen lo que puede ser o no ser ofensivo, por ejemplo, puede que a alguien le parezca ofensivo que los ricos hagan ofensas sobre los pobres, pero no podría establecer un criterio objetivo de ofensibilidad respecto al contenido del chiste (qué chiste es o no ofensivo por lo que dice) o la condición del enunciador (que el chiste sea ofensivo o no por quien lo dice, pues ¿a partir de cuanta renta anual es ético que una persona haga un chiste sobre pobres?) Es decir, si un eticista ha escrito en el muro de un amigo suyo un chiste picante con un contenido susceptible de ser considerado homófobo, pero con la certeza de que su amigo se iba a reír y no era homófobo en función de su contexto (porque es una broma privada que se hacen ellos mucho o lo que sea), entonces da igual quien se ofenda, lo que ha hecho el eticista no es reprobable bajo ningún concepto.

Por último, es cierto que el humor, y aún más la ironía, dependen en muchas ocasiones de un contexto comunicativo, pero no solo eso, los ardides, bromas y juegos verbales incluyen un dominio (aquello que causa y mueve a la ironía o a la risa), una coloración afectiva (la razón por la que se introduce el recurso cómico o irónico: para causar placer a un interlocutor, para poner en contra de alguien, etc.) , una víctima (aquel que no capta la ironía o la diana del chiste), una cierta disimulación o burla, e incluso una significación estética y metafísica (es decir, que con la broma o el chiste se puede estar apuntando hacia alguna dirección: el absurdo del mundo, la banalidad de lo serio, la comedia humana y demás lugares comunes de nuestra cultura literaria). Es por ello por lo que el fenómeno del humor es complejo -justamente mi posición se basa en el ir viendo caso por caso qué es lo que se está haciendo-, pero aun existiendo estos seis criterios mencionados, creo que las cuatro posiciones éticas que he esbozado abarcan todas las posiciones posibles en torno al asunto.

Por cierto, he dicho que la ironía o el humor dependen en muchas ocasiones de un contexto comunicativo porque, como señaló Cicerón o Aristóteles, puede suceder que haya ironía por los hechos: es el caso de que la estatua de la reina Mythis se caiga sobre su asesino. Al igual que puede haber humor en primera persona en el cual no esté mediando ningún contexto comunicativo lingüístico. Otra cosa es que haya, en estos casos situacionales, un contraste entre dos sentidos cuyos vehículos sean los símbolos (y no los signos). Una discusión escolástica esta, pero apasionante, ¿el humor y la ironía siempre presuponen algún tipo de lenguaje, aunque sea simbólico? ¡Hay que ir buscándose otros debates! Pues creo que con lo escrito el debate en torno a los límites del humor está ya bastante cerrado, solo me podrían refutar si (1) demostraran la existencia de las formas platónicas (2) demostraran la existencia del inconsciente de Freud.

Por Ismael Crespo Amine aka “Doctor Subtilis” o “Mr. Satan” en Homo Velamine.


[1] Hago un breve apunte que pueda servir de guía al lector en caso de que esté interesado en investigar el asunto del inconsciente y el autoengaño, recordando que el autoengaño es un problema filosófico importante en tanto en cuanto compromete ideas como la de sujeto, pues en el autoengaño pareciera que somos como mínimo dos: una parte de nosotros engaña a otra parte que es engañada. Un buen texto para comenzar es de Davidson “Deception and Division”, de 1986. Empero, las lecturas clásicas en torno a este tema siguen siendo S. Freud y J.P. Sartre.

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