Verdad
¿Qué le pasa a la verdad? ¿Por qué el neofascismo resulta tan sexy?
Las sociedades ilustradas, de las cuales aún somos herederos legítimos, hicieron de la verdad el pilar fundamental en torno al cual hacer girar toda acción posible, tanto en lo público como en lo privado. La verdad sería el único relato legítimo acerca de la realidad capaz de imponer con su sola revelación el acuerdo unánime tanto de los expertos como de la opinión pública en general. Solo el poseedor de la verdad dispondría de los resortes adecuados para interpretar la realidad circundante y actuar sobre ella de forma eficiente. Se trata, no me cabe duda, de una suerte de fetichismo de la verdad que, tras varios siglos de vigencia, ha demostrado sus profundas grietas.
Esta forma de fetichismo es inherente al nacimiento y expansión del pensamiento marxista, entendido como una teoría científica acerca del conflicto social y la Historia concebida como lucha de clases. Pese a la profunda renovación del pensamiento marxista contemporáneo que, más que único se dice ahora en plural, el fetichismo de la verdad sigue presente en todos sus herederos. Los feminismos, los ecologismos, las teorías del decrecimiento, del desarrollo sostenible, las múltiples defensas por los derechos civiles, todos ellos, en sus profundas diferencias, rinden culto a la verdad en esa modalidad fetichista que es propia del pensamiento ilustrado. Una vez descubiertas las verdaderas razones que legitiman sus demandas solo bastaría armar un relato capaz de movilizar a la población en pos de un mundo mejor. El brillo de la verdad bastaría para convertir a las masas desde un relato alienado a otro luminoso dotado de los auténticos resortes del cambio. Las decepciones ante el reiterado fracaso de esta estrategia cierta siempre se explicarían en términos de alguna deficiencia estratégica a la hora de luchar por la difusión del relato verdadero contra los pseudorelatos del enemigo, por lo general apoyados por medios de comunicación más potentes que los propios. El problema estaría en la propaganda y la difusión, pero nunca en la vigencia del modelo mismo.
Las reacciones del pensamiento progresista ante el avance del neofascismo tras la crisis del 2008 sigue esta rutina cada vez que muestra su perplejidad ante la popularidad creciente de personajes como Trump, Salvini y el recién llegado Bolsonaro. ¿Cómo es que no somos capaces de hacer llegar a sus masas de seguidores el relato cierto de los acontecimientos? ¿Cómo es que la verdad no les libera iluminando su acción política como ya lo ha hecho en nuestro caso?
Hace tiempo, ya alguno, pude leer un análisis de ciertas campañas llevadas a cabo por alguna ONG, no recuerdo los datos, en las que confesaban que la excesiva crudeza de las imágenes empleadas había tenido, contra todo pronóstico, un efecto contrario al esperado. Lejos de mover a sus destinatarios a cooperar con sus iniciativas, les alejaban cada vez más negándoles su atención ante mensajes excesivamente desalentadores. La explicación que la psicología social dio a este fenómeno no pudo ser, al menos para mí, más reveladora. Los seres humanos estamos equipados con mecanismos que nos obligan a actuar, a empatizar, intentando resolver situaciones desasosegantes, tanto para uno mismo como para el entorno. Si la magnitud del fenómeno sobrepasa nuestra capacidad de acción, el dolor se torna insoportable al punto de negar la evidencia dirigiendo la atención a otra parte.
Este valioso mensaje puede explicar por qué la verdad al que el pensamiento progresista sigue rindiendo culto puede no ser en realidad un vehículo para hacernos libres sino más bien un doloroso peaje que muchos quieran, legítimamente, negarse a pagar. El mensaje que un miembro de la nueva comunidad de trabajadores pobres generada tras la crisis recibe desde la nueva izquierda no puede ser más desalentador. En primer lugar le obliga a reconocerse como sujeto desclasado incapaz ya de acceder a los bienes y expectativas en torno a los cuales giraba su vida anterior. Ha de reconocerse como un genuino fracasado.
Una vez asumida esa realidad se le ofrece como única opción el voto a opciones de progreso que deberán pactar, con resultado incierto, con aquellos poderes que le han desposeído de su estatus anterior. Si no se conforma con esto aún puede aportar su militancia en organizaciones en las que se verá continuamente expuesto a realidades dolorosas, a certezas inasumibles, antes las cuales poco puede hacer. Lejos quedan los movimientos obreros de posguerra capaces de paralizar países enteros y negociar con el capital de tú a tú. Nada de eso existe ahora tras décadas de neoliberalismo. El militante solo se enfrenta a la derrota y en el mejor de los casos a victorias menores fruto más de la casualidad que de su capacidad de presión.
Por si no fuera poco, en el camino deberá poner en cuestión buena parte de los rasgos identitarios que había asumido por defecto. Me explico, los varones se deberán enfrentar a la realidad dolorosa del patriarcado, las mujeres al riesgo de sufrir violencia solo por el hecho de serlo, el nacido en uno u otro país deberá asumir como herencia una historia turbulenta fruto de la violencia y el expolio propios de cada nación occidental, ninguna se escapa. El ciudadano común, deberá encarar el daño medioambiental que provoca con cada acto de consumo poniendo en riesgo la pervivencia del planeta, el conductor la degradación del aire de su ciudad, el turista la destrucción de los entornos naturales o la idiosincrasia de las ciudades que visita. El espectador la duda ante el valor de los contenidos de los que disfruta, el ignorante la vergüenza de rechazar el conocimiento que la alta cultura le muestra como rasgo de distinción, aunque solo le haga partícipe como mero consumidor. Reconozcamos que es muy difícil asomarse a una verdad que solo nos vende decepción y angustia.
¿Nos extraña ahora que el neofascismo avance? ¿Qué vende el populismo fascista a cambio? Ante todo reconciliación con la propia circunstancia. Al nacional el orgullo de su herencia, algo que le ha salido gratis y por lo que que no ha tenido que luchar, pero ante lo que no debe sentirse culpable. Ser español, alemán, británico, es lo que le distingue de otras culturas menesterosas que sin duda envidian su condición. Al ignorante le reconcilia consigo mismo enzalzándolo como representante de la auténtica esencia cultural de la nación, muy lejos de los vericuetos intelectuales del pensamiento cosmopolita incapaz de reconocer el valor de la cultura popular. A la mujer el valor de su maternidad, al emprobrecido las expectativas de futuro basadas en el trabajo duro libre de la competencia ilegítima del usurpador extranjero. Es un mensaje de reconciliación con todo aquello que de hecho ya se tiene, por poco que sea, y que aleja al sujeto de las insoportables tensiones que la verdad ilustrada le vende sin esperanza. ¿Quién puede culpar a nadie por ello?
Hay que reconocer que el neofascismo se ha vuelto tremendamente sexy en los últimos tiempos y ello básicamente por dos motivos. En primer lugar, ha dotado a legiones de desposeídos del orgullo de defender lo poco que les queda, por lo general elementos básicos de su existencia que les vienen dados: raza, nación, religión, etc. En segundo lugar ha sabido manipular su imagen pública al punto de generar miedo e intimidación. Aunque resulte paradójico, hay algo que una población desarmada puede admirar en los hooligans que visitan sus ciudades de cuando en cuando: son capaces de poner en jaque a las fuerzas del orden y a los administradores locales como ninguna otra demostración urbana es capaz de hacer.
El pensamiento progresista carece de ambas cosas. Su relato, ya lo hemos dicho, es complejo y sobre todo desalentador. En cuanto a su fuerza, solo podemos decir que es virtual. No tengo nada en contra de las batucadas, pero el carácter lúdico que aportan a manifestaciones, por lo general numerosas, no es tal vez lo que ahora se necesita. Pensemos en esto un momento. ¿Acaso es creíble que el capital admitiera pactar el Estado del bienestar con la izquierda europea por un acto de fe? ¿No será más bien la inevitable respuesta ante unos sindicatos cuyos miembros eran en su inmensa mayoría soldados desmovilizados tras cuatro años de combate y por tanto con una experiencia notable en el ejercicio de la violencia? No reivindico, que quede claro, actos extremos para salir de la coyuntura actual, solo digo que es indispensable recuperar una capacidad de enfrentamiento real que el pensamiento progresista ha perdido a través de décadas de paz social y bienestar.
Más adelante hablaremos de ello, de la forma de recuperar la ilusión y la fuerza al margen de un buenismo que ahora solo perjudica nuestras verdaderas y legítimas expectativas de progreso. Por el momento intentemos entender por qué el neofascismo triunfa en aquellos espacios que la izquierda le ha cedido al perder el encanto y fortaleza de que gozó décadas atrás. Ellos son sexys, la izquierda no.
Por Enrique Alonso