Modernidad en América Latina: poder, hegemonía y raza en el Cono Sur
Recientemente he tenido el placer de vivir y convivir en América Latina, concretamente en Chile y en el Perú. No por ello estoy más legitimado que otros para realizar un análisis político al respecto, pero tengo la ventaja de poder hablar a través de la experiencia. Ambos países, con sus diferencias, representan la esencia de ser reflejo y desvío del modelo socioeconómico occidental, con las consecuencias que derivan de ello.
Hay quien dice que América Latina, como realidad geopolítica, sufre ciclos connacionales de variaciones en las tendencias ideológicas de sus gobiernos. Si la década 2000-2010 fue el tiempo del progresismo latinoamericano con Hugo Chávez en Venezuela, Salvador Correa en Ecuador, Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, Michelle Bachelet en Chile, Lula en Brasil y José Mujica en Uruguay, los finales de la siguiente década, la de 2010-2020, se presentan como el tiempo en el que el conservadurismo recupera no sólo sus fuerzas sino sus posiciones de poder tradicionales en el continente. Con la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, la gente se echó las manos a la cabeza: la ultraderecha ha vuelto.
Sin embargo, creo que existen cuestiones más profundas que el turnismo en el poder entre progresismo y conservadurismo, sin restarle importancia. Es ésta una mecánica entre las sociedades que viven bajo las democracias modernas, y no es uno de los rasgos distintivos respecto a Occidente. Lo que planteo es una exposición sobre cuál es el marco sociopolítico y económico que se da en América Latina, más que centrarse en los momentáneos gobiernos. Comprender, en definitiva, qué es América Latina para entender qué pasa en América Latina.
Antecedentes
Primeramente, la cuestión del poder. Nos encontramos ante un territorio inmenso, de cerca de 18 millones de km2, dividido en una serie de países que entran en la historia entorno a 1820 -volveremos sobre el colonialismo español más adelante-. Con tan sólo doscientos años de historia, es fundamental entender que los países latinoamericanos se dibujan a contraluz de los países europeos. Esto, como se ha podido deducir, es el punto de fuga del (de este) ensayo.
Si fijamos que la concentración de la Ley, la fuerza, las finanzas y la autoridad se produce en Europa a partir de Maquiavelo y su tratado El Príncipe (1532), con Carlos V de Alemania gobernando de facto como monarca absoluto tras la represión de las resistencias comuneras castellanas (1521), nos encontramos que han tenido que pasar cerca de mil cien años para que la autoridad sea recentralizada en Europa Occidental, contando desde el 472 d.C (Caída del Imperio Romano de Occidente). Para que Carlos V legue a Felipe II el proyecto de “Monarquía Universal”[1], para que más tarde Luis XIV sea el Rey Sol (1655), ha sido necesario recorre una etapa de descentralización profunda del poder, conocida como Edad Media, y una progresiva pérdida de poder de las pequeñas unidades territoriales a partir de Carlomagno (coronado 800 d.C.). Si hacemos caso a Charles Tilly, el Estado -europeo, añado- fue creado por la guerra y los impuestos. La guerra entre los pequeños territorios feudales, y los impuestos requeridos por éstos y los monarcas (que aún eran primus inter pares), provocaron un aparato de Estado con control efectivo de los territorios a través del vasallaje escalonado.
Nada de esto ha ocurrido en América Latina. Como decía el propio Tilly: El Tercer Mundo del siglo XX no se parece demasiado a la Europa de los siglos XVI y XVII. Difícilmente podemos deducir el futuro de los países del Tercer Mundo del pasado de los países europeos.[2] Un punto interesante que reluce de la teoría de la Biopolítica de Foucault es el papel del “poder”, concretamente del Estado, en tanto en cuanto el poder ya se halla totalmente en manos del Estado en el momento en que los países latinoamericanos ganan su independencia. Para él, el poder cumple la función de homogeneizar a aquéllos que se encuentran subyugados a éste, pero no es una homogeneización neutra: el proceso se lleva a cabo desde la óptica del grupo dominante, en una especie de conjunción entre la hegemonía gramsciana y la concepción de los valores dominantes/moral en Nietzsche[3].
Con todo esto, volvemos a América Latina. La conquista española de prácticamente toda Sudamérica trajo las formas e instituciones desde las que ejercer el poder tal como se hacía en Europa, pero para ser aplicadas en un contexto muy diferente. Nos encontramos ante una minoría “criolla”, es decir, europea, que ejerce las funciones directivas de la sociedad ante una masa social con la que no comparte nada. Diferentes etnias se esparcían por el continente, esto à(a las que era necesario subyugar) lo pondría desp de etnias. La religión católica y su Iglesia fue la punta de lanza cultural a través de la cual articular la dominación, con la construcción de iglesias por doquier, la reestructuración de los asentamientos otorgando a cada comunidad el nombre de un santo católico y la búsqueda de vínculos comunes entre el dogma católico y las religiones precolombinas; lo que se conoce como sincretismo religioso. No es de extrañar que en 2014 el 69% de la población del continente se declarara católica, con tan solo un 8% sin afiliación a un culto[4].
A nivel económico, las cosas también fueron muy diferentes. Se conoce que el Imperio Inca, que fue el mayor esfuerzo centralizador del Cono Sur antes de la llegada de los conquistadores, no utilizaba la moneda y se basaba en una economía de redistribución de la riqueza, pese a la existencia de estamentos y de élites sociales. La conquista de los españoles de Cuzco (1532), capital del Imperio, significó el control casi total del territorio incaico y la instauración de nuevas instituciones económicas, como la moneda y, sobre todo, la propiedad privada mercantilizable. Es sobre este elemento, la propiedad privada, que Marx construye la teoría entorno a la materialización del Estado. De hecho, diferenciándolo de los procesos precapitalistas europeos feudales, Marx trata el fenómeno inca como un Estado tributario, al modo asiático[5].
Como buenos europeos, los españoles llevan consigo el modelo de Estado europeo, así como aquello para lo que sirve: el mantenimiento de la propiedad privada en su vertiente feudal/explotación por servidumbre. Esta propiedad privada pasa rápidamente a manos de la minoría conquistadora, con lo que se constituye una burguesía colonial criolla, que más tarde será la que impulse los procesos de independencia en el siglo XIX.
¿Qué implicación tiene todo ello?
Primero, la disfunción del Estado en su papel homogeneizador, y, por lo tanto, la falta de control efectivo sobre todo el territorio. En quinientos años, primero con los españoles y después con la burguesía criolla blanca -minoría, insisto- se ha pretendido hacer lo que en Europa ha costado mil quinientos.
A lo largo de América Latina encontramos una tensión cultural permanente entre las comunidades originarias, integradas más o menos en el marco capitalista actual, y el poder central. La homogeneización mencionada anteriormente, que tan bien ha funcionado en Europa durante los procesos de unificación alemanes e italianos (finales s.XIX), que han permitido la fundación de un organismo sociopolítico y principalmente económico como es la UE, no han surtido el efecto deseado en América Latina. Actualmente hay en Sudamérica un 8% de población considerado indígena, donde directamente el Estado no llega lo suficiente como para ejercer su función foucaltiana. A ese 8%, que queda directamente eliminado de la comunidad política oficial, hay que sumar la brecha cultural intrínseca a toda sociedad, pero exacerbada por el contexto latinoamericano.
Las élites económicas de todo país, como clase dirigente -que no implica gobernante- son las que condicionan la cultura de toda la sociedad en una sociedad capitalista, y en todo caso ésta ha de adaptarse a las exigencias de la infraestructura económica por tal de mantener a éstas y en el proceso mantener a la clase dirigente en una situación de poder. El problema que nos encontramos es que las élites beben de la cultura occidental, tienen acceso a ella, la hacen propia como consumidores, y difícilmente como productores. Sin embargo, la mayor parte de la masa subalterna no accede a ella como fuente primaria de formación de valores y cultural en sentido amplio; esta se reserva, por activa o por pasiva -sobre todo por pasiva- para aquellos sectores económicamente preponderantes. En la era del Internet, la cultura llega rápido; las estructuras de Estado tardan más en desembarcar -con toda la intención del término-.
Como las instituciones y sus ocupantes son un reflejo de los modelos occidentales, su cultura también lo es. Como la élite no produce cultura propia, es el pueblo, el sujeto B, la antítesis hegeliana, la que produce su propia cultura, una cultura alejada de aquélla consumida por la clase dirigente. No hay, por tanto, una conexión fuerte cultural, de “moral colectiva”, entre gobernantes y gobernados, como sí pasa en Europa en mayor o menor medida. En consecuencia, la homogeneización falla, y las estructuras de poder y de creación de ideología –y que aquí no la crean- están mayoritariamente concentradas en las manos de aquellos que sueñan con ser “la Alemania del Sur”.
Un ejemplo de ello es el 12 de octubre, fecha en que Colón llega a América y por tanto día de profunda carga simbólica. Cada vez se ven más manifestaciones en España posicionándose en contra de la Fiesta Nacional; separando aquéllas cuyo contenido es antimonárquico y quedándonos con las que denominan el 12 de octubre como “Día de la Resistencia Indígena” y similares, señalar que es inútil. Años de colonización y de gobierno de la burguesía criolla han hecho que el 12 de octubre sea una festividad en la mayoría de los países latinoamericanos, con celebración de la herencia hispana por parte de las autoridades y la pasividad aceptante de la mayoría de las clases subalternas. Aunque en ciertos países (Venezuela, Argentina, y Nicaragua) sí que supone un día de “Resistencia” o de “Diversidad Cultural”, en el resto la fecha en que se inicia la existencia de la clase dominante actual, y por ello el día que virtualmente ha permitido a la élite estar donde está es fiesta nacional. ¿Qué podemos extraer de esto? Tres ideas: a) la existencia de un legado europeo fuerte en la élite, b) el deseo de reflejarse en Occidente por parte de las autoridades latinoamericanas, y c) la aceptación por parte de las clases populares de una idea de las clases dominantes que a duras penas cuestionan, pero que no consideran como propia porque entre las élites y ellas no sólo hay un abismo económico sino uno cultural. Los primeros miran a Europa, y los segundos se constituyen como la negación de esa “europeicidad” de la que hacen gala los poderosos.
He mencionado la no-creación de ideología como una disfunción del aparato de Estado latinoamericano; me gustaría expandirme sobre este punto. En Latinoamérica existe una arena política como en cualquier otra democracia liberal, es decir, occidental, pero si uno indaga sobre la política latinoamericana en períodos de normalidad democrática, como los que están atravesando tanto el Perú como Chile, se dará cuenta de dos diferencias respecto a Europa.
Primero, las formaciones políticas parlamentarias carecen de un contenido ideológico potente, por no decir de algo de contenido ideológico. Nos encontramos, sean dos o dos decenas de formaciones, con que éstas son meta-partidos: actores políticos sin líneas marcadas cuyo único objetivo es lograr el poder y administrar, lejos de lo que es la política en el sentido de Mario Justo López: construcción, consolidación y preservación de la comunidad política de acuerdo a los principios de quien accede al poder.
Más allá de cambios puntuales, mínimos, ligeramente progresistas en un sentido amplio, estamos ante unas agendas políticas en las que las ideologías pasan a un segundo plano. Lo principal para el país latinoamericano prototipo es salir del subdesarrollo, es decir, del atraso respecto a Occidente; ese y no otro, en todo caso, debería ser considerado el significante “amo” lacaniano o, en otras palabras, la meta política hegemónica y rupturista que agrupa todas las demandas equivalenciales de la sociedad. Gobierno y oposición no van a enfrentarse por las distintas posturas respecto a los tramos de impuestos y los porcentajes de PIB que se presupuestan para la investigación científica, sino cómo hacer carreteras, metros, hospitales, garantizar la seguridad en general, el fin de la corrupción sistémica y del trafico caótico, y un largo etcétera. Es progresista porque es progreso, y no porque venga de una izquierda tradicional.
Chile, Brasil, Uruguay, Argentina: en esos países es donde se podría desplegar en todo caso algún tipo de política nacional propia y asumible como tal por parte de los partidos y discursos políticos. Sin embargo, rara vez se hace: como ya he señalado, el norte de su brújula política coincide con el norte geográfico.
Por lo tanto, lo que tenemos es una crisis de legitimidad de los gobiernos en la medida que existe un pueblo sometido a unas élites económicas, hallándose éstas desinteresadas respecto a la mayoría de la población que conforma las naciones latinoamericanas y centradas en crear su propia imitación de los países del primer mundo en las altas esferas, que sólo admiten un porcentaje de la población ridículo. Estamos, pues, ante lo que muchos analistas afirman del 15M español: se trataba, nada más ni nada menos, que de una crisis de representación política, en la que los partidos patrios quedaban severamente deslegitimados debido a sus conexiones plenamente demostrables -y lógicas- con la élite socioeconómica. En otras palabras: si el 1% está más interesado en su propia burbuja y en el mantenimiento de la misma en vez de en mejorar la situación de las clases populares, amplia mayoría de todas las comunidades políticas, es muy posible que se cree una fractura a nivel de la representatividad política. Es en esos casos en que se requiere, a riesgo de mantener precisamente el status quo en connivencia con esas élites, de la subjetivación del actor político “pueblo”, explorando nuevas formas de hacer política desde La Plaza -en antagonismo directo a El Palacio-, en términos de Passolini.
Esto viene de la mano de la implantación del neoliberalismo en América Latina, que empieza en Chile en 1973. Más allá de grandes explicaciones que se pueden encontrar fácilmente en el pedagógico libro Breve historia del neoliberalismo, de David Harvey, mi idea es conectar la falta de redistribución de la riqueza nacional entre los propios nacionales, pilar fundamental del neoliberalismo extractivista, con la falta de representación política y, por tanto, en el marco de las democracias burguesas, con la falta de participación política oficial.
A propósito, ese 8% de población indígena mencionado anteriormente forma, a su vez, el 17% más pobre de América Latina; como ya se ha dicho, los indígenas son los menos representados a nivel político en todo el cono sur, porque no sólo son pobres, sino no-blancos (luego volveré al respecto). Mientas la élite económica, las familias criollas que remontan sus estirpes al primer conquistador que pisó las tierras que ahora controlan, sacan la mayor tajada de la riqueza del país -sea de consumo nacional o pura exportación de materias primas-, las clases populares latinoamericanas ven como la brecha entre ellos y la oligarquía económica no hace más que ensancharse. A su vez, esa élite económica es la que controla la arena política oficial, que permite la creación de una sociedad en paralelo a nivel de clase, con todos los fastos de Occidente por un lado y el chabolismo en el otro. Es, simple y llanamente, clasismo plenamente legalizado y culturalmente avalado.
El Estado del Bienestar, en decadencia en Occidente, no es algo a contemplar en la mayoría de los casos. Ya sea por la falta de capacidad económica nacional para levantar las estructuras económicas y de Estado que se requieren (Perú) o por la aceptación de un marco económico a nivel político que impide el desarrollo del Bienestarismo (Chile), Latinoamérica y Europa no son comparables en cuanto a servicios públicos, y tampoco respecto a la calidad de vida proporcionada por los mismos en el continente europeo. A propósito, que la agenda neoliberal- sea del país y continente que sea- plantee unas inversiones en el sector público asistencial similares a las de aquellos países que carecen de la capacidad económica para llevarlas a cabo nos tendría que hacer sospechar, como mínimo, de los beneficios de los que se verían privados las clases populares llegado el caso de la desmantelación del Estado de Bienestar en Occidente.
Conclusión
Analizados someramente los puntos centrales a la hora de tratar el continente latinoamericano como entidad subjetiva por derecho propio, me permito el lujo de acabar con unos versos. Porque América Latina y sus dinámicas no son fruto de su sola esencia, si no que son fruto de un período colonial que intenta construir una nueva Europa a 15.000 km, y que obviamente fracasa. Que rompe las cadenas coloniales, y sobre esas cicatrices construye capitalismo y relaciones de poder que siguen mirando a Europa. Y, finalmente, una América Latina que lucha por ser un sujeto propio, en contra de una élite que sueña lo contrario. Sobre esas cicatrices, que irremediablemente se abren a lo largo y ancho de su geografía, es desde la única perspectiva que es posible entenderla.
Y que mis venas no terminan en mí, sino en la sangre unánime de los que luchan por la vida.
Roque Dalton, poeta salvadoreño asesinado en 1975.
[1] Carlos V: la idea de una monarquía universal, 1997, Zvonimir Martinic Drpic
Carlos V: la idea de una monarquía universal, 1997, Zvonimir Martinic Drpic
[2] Guerra y construcción del estado como crimen organizado, 2006, Charles Tilly
[3] Vigilar y Castigar, 1969, Michael Foucault
[4] Pew Research Center, 2014
[5] Formas de propiedad precapitalistas, 1859, Karl Marx (póstumo)
Articulazo, muy útil para entender la realidad latinoamericana. Felicidades!