No ser para que otros sean: las señoras de la limpieza

Las señoras de la limpieza cumplen un rol fundamental en la existencia de las clases altas: «son personas», con todas sus facetas negativas, por otros.

No hay nada como coger un ferrocarril de la capital catalana en torno a las siete, ocho de la mañana, ¿dirección? La zona bien, por encima de la Diagonal, lejos del sabor a mar del Mediterráneo, más allá del cristal impoluto de los rascacielos de la Gran Avenida, cerca de las montañas que, para algunos, figuran muy lejanas. Hacedlo un día, subíos: veréis las caras de los invisibles, de los nadie, de los que el subsuelo se traga cuando ni el Sol ha salido. Sus días se suceden con los ojos clavados en el parqué, abrillantando la plata, haciendo camas, pasando el cortacésped por el jardín del señorito. Me estoy refiriendo a la masa sin cara, sin nombre -como decía el poeta- de latinoamericanos y sur-asiáticos que pueblan en silencio los cómodos asientos del transporte público de las capas altas barcelonesas. Es un espectáculo digno de ver: en silencio, medio dormidas -la mayoría son mujeres-, con los brazos en los bolsillos. La mitad de ellas llevan ya puesto el uniforme, que a costa de dejar suelos como patenas incorporan todos, sin excepción, manchas de suciedad. Llevar ya puestos esos trajes de batalla -pues son guerreras- les permite ganar unos segundos, y sobre todo las hace más presentables frente a sus dueñas.

Un sabio griego dijo una vez que el trabajo a cuenta de otro no era más que esclavitud parcial. Un milenio y pico más tarde, un teórico alemán -de cuyo nacimiento hace poco se cumplieron 200 años- formuló algo similar para explicar el sistema capitalista y la extracción de la fuerza de trabajo a las masas asalariadas. La esencia del salario, pues, no radica en un pago basado en tokens que intercambiamos continuamente en el mercado (dinero), sino en servir de institución económica que permita cubrir las necesidadesvitales de aquéllos que venden su fuerza de trabajo. Esto permite entrever una lógica de sucesión entre la esclavitud, donde también se cubrían las necesidades básicas de los esclavos, y el empleado medio del siglo XXI. La diferencia principal está en la gestión: así como el esclavo no gestionaba los medios de vida de los que dependía (sí el cómo obtenerlos), la Revolución Francesa y la entronización de la libertad económica individual han hecho posible que, materializando el valor de uso de la fuerza de trabajo en dinero, el asalariado sí pueda gestionar privadamente sus medios de vida. Todo ello, se entiende, hasta el límite marcado por su salario, que insistimos; en el sujeto asalariado cubre sus medios de vida, con más o menos fluctuaciones. Por poner un ejemplo, en España el sueldo medio está por debajo de los 1000 euros, aunque el más habitual -mediana- sea de 1600. Esto significa que muy abajo han de estar los salarios -y de una gran cantidad de la población asalariada- para que baje de los 1000.

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Pero quizás es hora de introducir una diferenciación, al estilo de Hannah Arendt en La condición humana, entre diferentes tipos de trabajo. Si bien es cierto que no me acaba de convencer, la filósofa establece una separación meridiana entre laborar (cubrir necesidades básicas) y trabajar (orientado al mercado). A partir de estas categorías estancas, establece una correlación a nivel político muy interesante. Yo no coincido con ella en tal examen, porque a nivel científico me parece inútil establecer una diferenciación económica entre dos grupos que se integran -actualmente- en el movimiento de mercado,  pero a nivel cultural sí puedo coincidir: está claro que hay unos trabajos -asalariados- que son de nivel aceptable socioculturalmente y otros que no tanto. De aquí podríamos decir  que esa aceptabilidad cultural acaba haciendo que Ciudadanos hable de «clase media trabajadora» para referirse a los primeros, e ignore deliberadamente a los segundos. Pero eso ya es otra historia.

La cuestión, la premisa que planteo es:

Los ricos contratan inmigrantes en situación precaria, principalmente mujeres, para que sean personas -en sentido antitético– por ellos, y así los ricos puedan dedicarse a ser personas en sí

Vayamos por partes. En base a todo lo anterior, podemos deducir claramente que las señoras de la limpieza forman parte del segundo grupo de asalariados que se ha descrito: culturalmente es un trabajo desprestigiado, reservado a los estratos más bajos de la sociedad. Un ejemplo, a riesgo de sonar reduccionista, es el mote que se les ha puesto de forma «cariñosa» por sus empleadores: son «la kelly», de «la que limpia». Nos permitimos ya jugar con su nombre, con su profesión, porque no se merecen el respeto que se puede merecer un abogado o una cartera. ¿Roca Junyent es mi «abo»? Para nada. Juega mucho aquí, como no, la preeminencia de mujeres en el sector: el patriarcado, en todas sus formas y colores, nos da la licencia para minimizar la dignidad de su puesto de trabajo, de su fuerza de trabajo. Pero es que a ese patriarcado se le suma una denigración per se, dado el carácter negativo que tales trabajos tienen culturalmente. Para finalizar este punto, señalar que ha pasado como los «Queer» americanos: un colectivo -en este caso, social- ha conquistado como significante propio lo que antes era un insulto, lo ha redefinido. Miremos si no a las valientes de Las Kellys, peleando por sus derechos.

¿De dónde viene, pero, ese prejuicio cultural hacia la profesión de limpiadora? Precisamente, hilando todos los temas, de lo siguiente: el servicio, desde el esclavo griego a la limpiadora que coge los Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya en el siglo XXI, tienen un tradición histórica que pasa por la categoría «laborar», esto es decir, de cobertura de las necesidades básicas. Con necesidades básicas nos referimos a todas las cuestiones fisiológicas del ser humano. En materia de feminismo,  hay una expresión muy gráfica: las mujeres hacen trabajo «de cuidados». De igual forma, la ama de casa tradicional hacía una «labor» -no remunerada-; en el caso de las señoras de la limpieza, esa labor se desarrolla bajo el techo del mercado, pero sigue siendo lo mismo en esencia: fregar suelos, limpiar platos, lavar ropa, cuidar niños, etc. En definitiva, las mujeres se asocian al laborar, como hacían los esclavos y esclavas domésticos en la Antigüedad, y ahora eso se ha transformado en mujeres que limpian suelos por sueldos de miseria. Mencionar que ese trabajo de cuidados es muchas veces invisibilizado y no remunerado por mujeres de la clases populares, que no pueden permitirse pagar a otras mujeres para que cumplan el rol social que las atenaza en base a su género. Dado el caso, deberíamos considerar al hombre de pareja tradicional -y en este sentido, patriarcal- como el sujeto que queda liberado de las necesidades básicas.

Antes de avanzar, me gustaría explayarme en el contexto racial de tal profesión: al ser un trabajo denigrante, tanto por su historia de «sexo débil» como por el contexto en que se daba (esclavitud), el presente se ha visto abocado a un desprecio cultural fruto, cómo no, de las relaciones económicas. Esto hace que, como ya se ha mencionado, sean las mujeres de los estratos más bajos de la sociedad las que principalmente ocupen este tipo de puestos de trabajo. Y ahí entra el factor inmigración que Occidente en general y España en particular encaja: las redes familiares, económicas, sociales, etc. de un inmigrante son mucho más reducidas que las de un nacional. Por lo tanto, para sobrevivir -conseguir medios de vida- es necesario entrar a trabajar de lo que nadie quiere, dado los sueldos que a duras penas llegan a los 700 euros. Insisto: esos 700 euros son consecuencia directa de la concepción cultural al respecto de esta profesión, y esta concepción cultural es consecuencia directísima de las relaciones económicas que se han desarrollado entorno al empleo de este tipo de fuerza de trabajo a lo largo de la Historia.

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Dado esta concepción de «labor» entorno a las señoras de la limpieza, lleguemos a la cuestión antes planteada. Siendo analíticos, su trabajo consiste en cubrir no sólo sus necesidades fisiológicas, sino las de sus empleadores. Se trata de que el señorito o la señorita no tenga que preocuparse de la mundanidad de hacer la cama, de evitar, en definitiva, lo malo de estar encerrado en un cuerpo mortal y con necesidades.

Ese es el punto, pues. Si entendemos que el concepto «persona» tiene elementos negativos, en el sentido de «necesidades», que se satisfacen a través del «laborar» sea remunerado o no, el papel de las señoras de la limpieza es «ser persona», con todas sus facetas negativas, por otros. Personas en toda su Humanidad, y sobre todo, en toda su bajeza, mundanidad. Las empleadas domésticas niegan con su trabajo la Humanidad de los ricos que las emplean, evitan que la tesis «persona libre» sea negada por la antítesis «necesidades fisiológicas».

Y para acabar, ¿qué significa ser «persona libre» en sí? Significa constituirse en individuo social, en tanto en cuanto entendemos como «social» como capaz de entrar en plenitud en las relaciones económicas y políticas que determinan una sociedad. Es entrar en el foro romano, es asistir a una reunión de un Consejo de Administración. Es, en palabras de Aristóteles, ser libre, comprendido como «ser político». Significa poder disfrutar de todo tu tiempo como miembro de una comunidad política, pues no has de dedicar tiempo a preocuparte por cosas tan básicas como fregar los platos. Y significa, sobre todo, establecer una relación de dominación respecto de aquéllos que no tienen la suerte de contar con unos ingresos por encima de lo necesario para garantizar los medios de vida y que por lo tanto, además de cubrir sus propias necesidades, han de trabajar para que otros las tengan cubiertas.

Concluyendo: para que unos tengan esa capacidad, esa libertad, otros han de coger los Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya a las 7 de la mañana para limpiar unas casas que sólo pueden soñar. Insisto, pasaos un día por uno de esos vagones y comprenderéis lo expuesto.

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