La cuestión nacional y España: Ciudadanos
Breves divagaciones alrededor de Ciudadanos y su vinculación al pasado patrio, el nacionalismo de unidad centralista y la vieja idea de España
Hace poco más de un mes, realicé esta crítica, que algunos consideraron descarnada, al Procés independentista catalán, aquello que Gregorio Morán llegó a llamar «el movimiento nacional catalán» y que le costó la cabeza como articulista del rotativo La Vanguardia. Otros celebraron el tono incisivo, pero me reprocharon que diera caña al independentismo y sus defectos y no al nacionalismo español.
Como ya dejé entrever, tanto el nacionalismo catalán como el nacionalismo español deben ser, siempre y exclusivamente, entendidos en su contexto fáctico: sólo un análisis riguroso de las condiciones que se dan en ambos contextos nos permite dar con una forma adecuada de entender los discursos y múltiples acciones políticas entrecruzadas, que se dan entre dos posiciones no tan antagónicas como dicotómicas y complementarias.
Partamos desde el principio; para ello, hay que recoger la cita de Gregorio Morán al respecto del nacionalismo, no ya tanto catalán -en el sentido en que él lo usaba- sino incluso ibérico:
Nunca se hizo tan evidente, desde los tiempos del franquismo, el dilema de estar con el poder o contra el poder.
-Gregorio Morán, «Los medios del movimiento nacional»
En nuestra tierra se da una vinculación extremadamente marcada entre los grupos de poder -centrales y periféricos- y el patriotismo: así como la Revolución Francesa, en toda su parafernalia idealista, llegó a impregnar la cultura política gala de «amor a la patria», desde el más alto escalafón al más bajo, en nuestro país la falta de centralización efectiva, ya a un nivel histórico, impide la creación de un concepto vacío lacaniano – «España»- que permita incluir en él a toda la población.
En ese sentido, incluso podríamos considerar que la nación española no existe: existe el Estado español, el aparato burocrático, sus poderes, las ejecuciones materiales de sus decisiones, aplicables a todo el territorio; sin embargo, hay una falta de significación profunda entre una relevante parte de su demografía y los elementos más fundamentales de su simbología. Estoy refiriéndome a la institución monárquica, a la lengua -que no deja de ser una institución social, impregnada de determinados valores nos guste o no-, incluso al Volksgeit o «alma del pueblo»/forma de hacer de un pueblo. El fracaso de la centralización, simplemente señalando que falló para bien o para mal, ha creado una cultura política de la diferenciación que crece proporcionalmente a la distancia que separa a una comunidad del Madrid capitalino. En esta dicotomía periferia-centro, hay un factor que como materialistas dialécticos no se nos puede escapar:
Existe una dependencia económica del interior, obviando Madrid, respecto a las zonas periféricas norteñas. Allí donde se ha dado una economía floreciente, como es el caso de Euskadi y Cataluña, una burguesía de corte europeo ha desarrollado un nacionalismo periférico, en pugna con la idea «España». Sin embargo, en otra de las llamadas «nacionalidades históricas» como es la gallega, ha faltado un poderío económico que permitiese mantener en tan buen estado la propia conciencia nacional del pueblo gallego: la falta de resistencias económicas, dada la relación de dependencia de la «metrópolis» madrileña/zonas ricas, ha impedido una resistencia sociocultural al nacionalismo español, lo que ha ido en detrimento del propio nacionalismo gallego-entendido como la voluntad política de autonomía como pueblo-. En conclusión: la economía determina al nacionalismo, que como ya explicamos se da cuando hay una exclusión mutua entre ciudadanos de un mismo Estado/sujeto político, en base a una conciencia de sujeto político independiente.
Si he tenido que volver a repasar los nacionalismos periféricos es porque la situación del nacionalismo español, y sobre todo su articulación política en torno a unas fuerzas políticas concretas, se debe en gran parte a la existencia misma de esos nacionalismos. Aceptémoslo, marquemos una línea en la arena: la asimilación y homogeneización de las nacionalidades foráneas a la castellana, políticamente dominante, ha sido un fracaso. A esto, hay que sumarle la capacidad económica de esas nacionalidades, capaces de responder casi «de tú a tú» a la oligarquía económica madrileña.
Y esa es la cuestión, la clave de bóveda que permite entender el nacionalismo español: políticamente, comunidades políticas con conciencia de nación propia, y en exclusión con «España», se encuentran bajo el dominio político y sociocultural de la idea «España», aunque no la acepten. Es una situación de dominio -no creo que llegue a colonia como señalan algunos-, que no de consenso: ante el fracaso del patrón clásico del poder, homogeneizar por consenso, es necesario imponer por la fuerza. Siguen frescas en la memoria las cargas policiales del 1-O y los presos y exiliados políticos, fruto del celo del nacionalismo español.
De ahí que tengamos una relación entre nación dominante y nación oprimida -a nivel sociocultural, que es eso y no otra cosa la nación- que parece no tener fin, porque hay dos finales: uno, ya fracasado, la asimilación absoluta a la francesa. Otro, por ver, la independencia de las naciones que claman por ella. Y mientras tanto, la tensión en esa relación política no deja de crecer, porque los dos sujetos, Cataluña y «España», tienen fuerza económica suficiente, y por lo tanto capacidad política sobrada, para responder a los tirones del contrario.
Y si el nacionalismo es espoleado por el poder económico, ¿qué fuerza política reúnen las dos condiciones, españolidad y servicio a la burguesía castiza? Pues, obviamente, el «extremo centro» de Ciudadanos. Frente a la burguesía regional que dirige y arrastra a las masas en el Procés, la burguesía nacional suelta a los perros, entre ellos el del fascismo.
Ciudadanos es un partido creado a partir de la exclusión que el nacionalismo catalán creaba en su afán de asentarse, hace ya una década. Nutriéndose de la clase trabajadora del área metropolitana de Barcelona, de ascendencia castellana, ha ido escalando posiciones en el territorio catalán. Sin embargo, se requería el salto a la palestra nacional: ahí es cuando lo que se había definido como una formación socio-liberal (alguien tendría que investigar si eso realmente existe) se transforma en el neoliberalismo económico más crudo, sirviendo de recambio para la oligarquía respecto de los ya más que desgastados partidos tradicionales del bipartidismo español.
El poder, y por lo tanto el poder económico, no es tonto; eso es algo que deberíamos empezar a asumir. Frente a la impopularidad de las medidas económicas de la derecha, todavía más flagrante en los años de crisis, se convierte en necesidad la articulación de un discurso positivo, de base propositiva, en definitiva: de conquista. ¡Vuelvan al principio y relean la cita de Gregorio Morán!
El nacionalismo español es la herramienta propositiva, a nivel discursivo, de la derecha, sea más o menos rancia. Lo mismo es aplicable al nacionalismo catalán. En medio, flotando y haciéndose el muerto pero todavía dentro de la piscina del señorito, PSOE, ERC y los buenazos de la CUP. Y ya que hablamos de chalets, hablemos de Podemos, y específicamente de Catalunya en Comú: manteniéndose fuera del discurso nacional, ninguneados y a la vez reclamados por doquier, han hecho una estrategia de todo o nada, un órdago político; han intentado transformar su no-definición en el eje nacional en la candidatura idónea al concepto vacío «Cataluña», englobando tanto a independentistas como unionistas, y lo mismo con «España». Ya veremos si sale bien la jugada, aunque de momento no mucho.
Volviendo a Ciudadanos como el máximo representante del nacionalismo español, está patente en su discurso la posición de dominio del mismo en relación a los nacionalismos periféricos. Pero no sólo eso, sino que en virtud de esa ofensiva contra la sujetización de la diferencia nacional se vuelve a la carga con la quimera de la homogeneización en España, pero a niveles absolutos: se obvia el factor de clase, el eje izquierda-derecha, el patriarcado, las diferencias generacionales; todo pasa, con el lema «yo sólo veo españoles», a través del filtro del nacionalismo español. ¿Por qué?
Esta va a ser la última de las cuestiones tratadas: el nacionalismo español es un nacionalismo de vencedores. No sólo sobre lo catalán, lo vasco, lo gallego, sino sino sobre el pueblo, que hace mucho que dejó de ser soberano. Los sublevados que dieron un golpe militar el 17 de Julio de 1936 contra la legítima democracia española llevaban, entre el yugo y las flechas y la Virgen María, la carga patria, el significante «España». Y su «España» venció a lo que se vino a denominar, en la historia escrita por los vencedores, a la «anti-España»: rojos, masones, anarquistas y separatistas, enemigos de la sacrosanta y monolítica España. Señalar, a modo de apunte, que esto puede estar ligado a la recuperación del significante «República» por parte de las fuerzas independentistas, cuando tradicionalmente se asociaba a la Segunda República Española.
Nuestra clase dominante, política y económicamente heredera del franquismo tanto cultural como sociológicamente, dejan tras de sí, por muy elegantes que sean sus líderes, la estela de la imposición franquista a todos los niveles, no sólo el nacional. Por lo tanto, se conjuga en Ciudadanos no sólo la dominación de las naciones subyugadas políticamente, sino el control y la liquidación de cualquier otro tipo de disidencia. Hay un rastro a «falangista de primera hora» más que evidente, pues poder económico central e imposición sociocultural castellana se han unido en la anulación tanto de las minorías nacionales -y su poder económico-, que pueden socavar su dominio, como en la eliminación política de todo movimiento contestatario que pueda hacer frente a la oligarquía del tardo-franquismo actual. En otras palabras: su bandera nos calla la boca.
Finalmente, esto provoca que una idea política ya alzada al estrellato de nuestra cultura política nacional, en virtud de la victoria de Franco, sea vista en el imaginario colectivo como el caballo ganador. Y ese caballo ganador, pues así van las apuestas, es naranja, mezcla del rojo y amarillo que nos va a salir por las orejas hasta que comulguemos.
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