Tijera contra papel, piedra contra tijera: censura en España

 

La censura, esa sombra que pesa sobre cualquiera que se digne a tener una voz, vuelve a estar de moda en España, aunque pensáramos que estaba desterrada

Si nos atreviésemos a imaginar las oficinas del Servicio Nacional de Prensa franquista, sede oficial de la censura en nuestro país durante cuarenta años, seguramente pensásemos en cenicientos señores que rondan la cincuentena inclinados sobre mesas cutres, observando literalmente con lupa hasta las esquinas de un libro cualquiera. Y si hay un color que pudiésemos añadir a ese momento, recuerdo histórico de nuestro pasado reciente, seguramente fuese el gris. Porque el gris representa la calma que supone la mediocridad, la obliteración de las radicalidades que encarnan el blanco y el negro; en nuestro caso, el rojo y el azul oscuro.

Ese gris, aplicado de facto en todo lo que caía en las manos del régimen patrio, no carecía pero de correas ideológicas. Una de las múltiples tragedias que sufrimos como sociedad es el vacío, a nivel ideológico, que contienen nuestros relatos sobre lo que pasó entre 1939 y 1975. Sí, sabemos lo que pasó en la República, sabemos de Miguel Hernández y sus Vientos del Pueblo, sabemos de la Batalla del Ebro y del asedio del Alcázar de Toledo, pero desconocemos lo segundo más importante: el día después. Y dado que, al fin y al cabo estamos en la batalla por la hegemonía cultural, es necesario señalar dos cosas:

El Franquismo es fruto de un movimiento político endógeno al país. Eso significa que «el día después» los que ganaron la Guerra Civil volvieron a sus casas, pero esta vez investidos en el poder que les había conseguido una pila de cadáveres de la Anti-España. Sumado a que fue una sublevación apoyada por el gran capital, la Iglesia, el Ejército; en definitiva, por los poderes fácticos del país -que la República, como Régimen democrático-liberal, no había superado-, tenemos que la transición hacia el poder político no fue extremadamente difícil. Entre otras cosas, porque España fue un caso curioso de contrarrevolución fascistoide: tan pronto como el 1 de Octubre de 1936 se formaba un «Estado» que podríamos calificar como «nacional», dentro del legítimo Estado español, que paradójicamente era el republicano.

Franco era «coronado» Caudillo por la gracia de Dios en Burgos, que a partir de entonces ejercería como capital y centro neurálgico -y por lo tanto, también político- de la zona conquistada por los sublevados. Esto permite que la legalidad republicana fuese desechada al arrebatar una zona a la República, para imponer de primeras legislación dictada en Burgos al compás de los tambores de guerra. En conclusión, la transición de la República al Franquismo no supone cambios bruscos nada más acabada la contienda, pues ya se habían creado los órganos y legislación necesaria, y éstos a su vez habían sido poblados por lo más granado de las clases expulsadas del poder en 1931. El Franquismo, podríamos considerar, es una vuelta al autoritarismo pre-1931 pero doble ración, ahora que le habían visto las orejas al fantasma del anarco-sindicalismo (como diría Marx).

Segundo, esta Reconquista contra la Anti-España, al más puro estilo 1492, supone la aplicación en todas las esferas de la sociedad de una política basada en el «Derecho de Conquista»; en el sentido del latinajo vae victis, o en su versión actual «the winner takes it all«. El enfoque desde el poder es el de la represión absoluta de la disidencia, en virtud de la victoria del Generalísimo. Esto permite ablandar lo suficiente las resistencias de la sociedad civil como para que la lógica del nacional-catolicismo penetre en todas las superestructuras más allá de la política -y la infraestructura económica-. De hecho, se podría negar el concepto «sociedad civil» no ya en el franquismo, sino en todos los totalitarismos: la masa, dirigida por líderes aupados al poder, no tienen mecanismos de control sobre el mismo, lo que provoca per se que tan sólo el poder tenga la iniciativa, eliminando por lo tanto la sociedad civil como factor político.

Dado esto, tenemos un poder-persona con un control casi absoluto sobre toda la comunidad política que, al no ser rechazado vehementemente por la Transición («se acostaron franquistas y se levantaron demócratas»), se convierte en parte asimilada de nuestra historia, siempre desde un punto de vista «neutral-católico». La Transición no como puente hacia el futuro, sino como reformulación del chasis del sistema, con el mismo poder económico asentando en el poder simbólico -nada despreciable- al Jefe de Estado elegido por el Caudillo, y con unos partidos mayoritarios cómplices con los que buscaban hacer borrón y cuenta nueva.

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El «borrón y cuenta nueva» puede ser entendido como una censura colectiva, una huida hacia adelante de gran parte de la comunidad política que vivió la Transición. Tanto la aceptación tácita y táctica de la etapa dictatorial -a falta de condena por parte del nuevo aparato de poder o legitimización de la Segunda República-, como la falta de resistencia de la sociedad civil frente a una obra de fachada, provocan que el Franquismo sea considerado como una necesidad histórica, algo irrepudiable por «lo español».

Estamos ante una censura de tipo consensual, al más puro estilo gramsciano. Es la propia España la que ha aceptado callarse la boca sobre el Franquismo, y lo que importa más: la herencia actual de ese régimen. Considerar que la democracia nace como la Immaculada Concepción, libre de pecado, es cometer un error en el análisis histórico de proporciones garrafales. El consenso, de arriba abajo, sobre el oblivion al respecto de la cuestión que nos ocupa es casi absoluto. Cierto es que surgen movimientos ciudadanos, desde hace dos décadas, enfrascados en la búsqueda de encontrar familiares fusilados en las cunetas, por rojos y republicanos. Pero supone una microscópica muestra, una tarea casi titánica, comparada con el consenso logrado por los grandes medios de comunicación y la política de «negarlo todo» de todos los Gobiernos de la democracia. Un dato ya conocido: el presupuesto para la memoria histórica de este país sigue siendo de 0 euros.

Este enfoque permite que el poder político, y sobre todo los medios de información, tengan extremadamente fácil en esta nuestra tierra el ocultar lo que se debe ocultar y mostrar lo que se debe mostrar. La censura es algo intrínseco al autoritarismo, y de eso sabemos un rato, al menos en los últimos tiempos: injurias a la Corona tipificado como delito, Ley mordaza (2015), condenas a dirigentes independentistas, a raperos como Valtonyc, a los chavales de Altsasua… Los recortes a la libertad de expresión en este país son gratis electoral y sociopolíticamente, pues la cultura política que sufrimos es la de la censura desde el poder y con la suavidad del consenso como herramienta; por lo menos en los últimos ochenta años.

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Frente a esto, es casi una tontería volver al primer punto: el Servicio Nacional de Prensa y sus grises oficinas de censura simplemente no existen. No son más que una materialización de aquello que nos atenaza, como si al sentir la censura de carne y hueso pudiéramos deshacernos de ella más fácilmente. No existen esos hombres grises, si no que existe una superestructura cultural que, asentada cómodamente a lo largo de los años, aplasta toda posible crítica de entidad.

El título del artículo es prestado de una canción de «Soziedad Alkoholika», grupo de punk español. Después de la retahíla entorno al concepto de censura y la historia de España, está claro qué es la tijera y qué es el papel. La cuestión está en la naturaleza de la piedra: ¿Cómo articular un discurso político -nuestra piedra- lo suficientemente atractivo para desalojar de Palacio a los dueños de la tijera? El tiempo dirá.

Por Lucía Montero.

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