Del populismo en América Latina
Una aproximación a la teoría lacloniana de reapertura política en América Latina
El presente artículo pretende ser una aproximación al populismo como práctica política a partir de la cual propiciar un proyecto renovado de país en el contexto de las transformaciones institucionales que en las últimas décadas experimentaron diversos países latinoamericanos. Por consiguiente, el propósito de estas líneas es ofrecer una mirada, efectuada desde la teoría populista desarrollada por Ernesto Laclau, a los cambios políticos de aquellos países que iniciaron el siglo llevando a cabo procesos constituyentes de carácter progresista: nos referimos a las repúblicas venezolana (1999), ecuatoriana (2008) y boliviana (2009).
Mediante el apelativo de populares, populistas o progresistas aludiremos indistintamente a los gobiernos que prosiguen bajo la gestión de las formaciones que, reivindicando una suerte de socialismo adaptado a los tiempos contemporáneos, alcanzaron el poder político de sus correspondientes países[1]. Pero antes de situarnos en el escenario sociopolítico que permitió el surgimiento de una nueva ola de populismo latinoamericano, tratemos de arrojar algo de luz sobre la teoría lacloniana del populismo como proceso de transformación político-institucional.
La razón populista
La razón populista que teoriza Ernesto Laclau se aparta de la tendenciosa asociación que se establece de manera recurrente entre la interpelación al pueblo y las bajas pasiones que exaltan los líderes demagogos. Por el contrario, una aproximación en mayor medida certera del populismo debería concebirlo como una forma de hacer política que reivindica al pueblo para posibilitar un proyecto renovado de país que contribuya a cambiar las estructuras de poder. De manera que, bajo un prisma laclauniano, el populismo no debería verse como una ideología sino como una forma de articular identidades populares: el modo en que una plebe disgregada pasa a constituirse como pueblo soberano. Ante la complejidad de la estructura de clases y la infructuosa inclusión de ciertas sensibilidades sociales en las categorías de izquierda y derecha, el populismo pretende superar los marcos políticos dentro de los cuales se dirime la disputa política, y la forma de hacerlo es simplificando la estructura social a partir de la dicotomía entre los de abajo (el pueblo) y los de arriba (la oligarquía). A razón de ello, el populismo aspira a producir una identidad popular que rebase las filiaciones previamente asignadas por el poder a fin de cohesionar las capas mayoritarias de la población[2]. Esta forma de amalgamar identidades resulta, como veremos en el próximo párrafo, propia de las épocas de crisis en que las instituciones se revelan incapaces de obtener los consensos de una población que se muestra desencantada con la sociedad en la que vive: la dislocación del espacio social y, ante lo cual, el repliegue de unas élites que se agrupan entre sí en formación de hermetismo, resulta la condición propicia para el surgimiento del populismo. Y puesto que el populismo trata de prescindir de los intermediarios –partidos políticos al uso– por cuanto ellos históricamente se han revelado organismos incapaces de atender las demandas populares, se promociona la relación directa del pueblo con sus representantes: la vinculación de la gente con ese líder que comparece como personificación de la soberanía colectiva puede adolecer, dicho sea entre paréntesis, de cierto caudillismo paternalista.
La situación populista
La situación de reapertura política en clave populista se produce tras un proceso de acumulación del descontento popular en la medida que los gobiernos instituidos no son capaces de dar respuesta a las demandas populares. Los motivos por las cuales se da esa incapacidad proceden del carácter fundamentalmente débil del Estado que le era propio a las Repúblicas de Venezuela, Ecuador y Bolivia a causa de tres carencias o faltas que se expresan a modo de fracturas. La primera de ellas corresponde a una fractura territorial según la cual la presencia del aparato estatal –a través de la provisión de infraestructuras, servicios y equipamientos– no se daba en la totalidad del territorio; la segunda, y quizá más fundamental, era una fractura de carácter social derivada de una estructura socioeconómica sumamente desequilibrada que dificultaba enormemente la estabilidad política; y la tercera, vinculada a la anterior, correspondía a una fractura de tipo étnico o racial por la cual el aspecto y las pautas de comportamiento de una parte minoritaria de la población, normalmente de origen criollo, se exhibían como representantes del conjunto de la sociedad.
Esta situación se había visto agravada a partir de la década de los ochenta, momento en que se despliega el neoliberalismo como programa económico, pero también político y cultural, que consigue convertir en paradigma hegemónico unas prácticas institucionales que se descubren lacerantes para el grueso de la población: piénsese en todos aquellos mandamientos que incluye la agenda neoliberal, como son desindustrializar la economía productiva, flexibilizar el mercado laboral, externalizar o privatizar los servicios públicos, reducir el déficit presupuestario de la administración, depender de las exportaciones, incentivar las importaciones, sobreproteger las inversiones extranjeras, desgravar los movimientos de capitales, bajar la tasa impositiva de las grandes fortunas, etcétera. Los gobiernos de “la larga y triste noche neoliberal”[3] se desentendían de las condiciones de vida de la población por cuanto el mantra de la economía autista exigía que sea el mercado y no la administración el espacio encargado de dar respuestas a las necesidades de la gente. Por otro lado, la promesa por la cual la inversión extranjera resultaba proporcional al desarrollo del país significaba, no ya sólo el constreñimiento de la regulación laboral y medioambiental, sino además la exclusión de las mayorías a los beneficios que podía suscitar la extracción de materias primas por parte de las corporaciones transnacionales[4]. Todo ello situaba a los gobiernos tecnócratas en la flagrante contradicción de, por una parte, aumentar las expectativas de la gente, y, por otra, reducir la capacidad de dar respuesta a las necesidades reales, al tiempo que la promoción del individualismo contribuía a desprestigiar las formas de asociacionismo civil.
Puesto que el Estado fue desprovisto de herramientas políticas y económicas para comprar la obediencia de una población que no encontraba soluciones a sus problemas en los órganos oficiales de la administración, se iba generando un malestar que tendía a expresarse por medio de protestas más o menos virulentas[5]. La percepción social que se daba en los países referidos era que el gobierno en cuestión se encontraba arrogado por unas élites que manejaban el país como una extensión de su propio patrimonio. Este panorama suscitaba que los gobiernos se mostraran incapaces de granjear lealtades y consentimientos, por lo que en demasiadas ocasiones tenían que recurrir al aparato coercitivo como único mecanismo de poder que permitiese la continuidad dominante del reducido núcleo de familias que históricamente detentó el poder político, económico y cultural.
En resumidas cuentas, la baja aceptación del las instituciones propició que las élites gobernantes ya no pudiesen enmascarar su proyecto de clase, distributivamente regresivo, por medio de la simple alternancia de distintas marcas electorales durante los periodos de concurrencia electoral. Se trataba del momento oportuno para la emergencia del populismo como una fuerza dinámica que posibilitase la cohesión de los agentes sociales consuetudinariamente desplazados de la esfera política a fin de precipitar, no sólo la transformación de la realidad interna de cada país, sino también la reconfiguración de la región en pos de una integración latinoamericana. A tenor de lo expuesto, cabría preguntarse por aquellos rasgos que articularon y posibilitaron la emergencia populista: la polaridad, la identidad, el liderazgo, y el discurso.
- La polarización social
El populismo parte de la premisa por la cual el anhelo racionalista de una unidad social basada en la ausencia de conflictividad no hace más que empecinarse, de manera ingenua o deliberada, en negar que detrás de la aparente neutralidad de la política institucional existan relaciones de poder entre grupos sociales opuestos. Por decirlo parafraseando un concepto schmittiano, la política de verdad es siempre una política partisana. Asumiendo el antagonismo amigo-enemigo, las relaciones de oposición política permiten el reconocimiento del Otro como un afuera constitutivo a partir del cual construir la propia identidad política. La construcción del Otro como enemigo es fundamental para movilizar las propias fuerzas en la medida que es en contra del Otro que éstas se dirigen. Y, cómo no, el populismo latinoamericano ha sabido poner en funcionamiento tales postulados a través de una construcción dicotómica y antitética de las identidades sociopolíticas: nosotros, el pueblo, frente al enemigo, las élites oligárquicas al servicio del capital extranjero.
Si bien Ernesto Laclau asume que el antagonismo es constitutivo de las relaciones sociales, no considera que los antagonismos estén determinados de antemano: para que se produzca el antagonismo, no menos importante que la disparidad objetiva de intereses entre los distintos agentes, se requiere de la conciencia subjetiva por parte de estos agentes con respecto a sus intereses. Partir de semejante premisa equivale a entender que las líneas de fuga y los momentos de ruptura nunca son apriorísticos: los resultados se hayan tras todas las contingencias e incertidumbres presentes en la búsqueda de los mismos. Por lo que el populismo latinoamericano habría realizado una operación análoga a la mencionada al reordenar las lealtades políticas a fin de escindir el ámbito de lo político por medio de la segmentación dicotómica del espacio social en dos campos opuestos.
- La identidad popular
Por otro lado, la teoría lacloniana también pivota sobre la comprensión de la política como una disputa por el sentido en la que el discurso constituye una práctica de identidades afines a un determinado proyecto político. Así pensadas, las identidades serían comunidades imaginarias, construcciones necesarias para vivir en sociedad, que se configuran a partir de la identificación con respecto a un determinado atributo o posición que siempre marca una diferencia sustancial con respecto a las demás comunidades. En los países referidos las identidades de clase que históricamente había reivindicado la izquierda política no permitían crear una narrativa que aglutinase las mayorías populares a fin de encauzar el descontento y propiciar un cambio político. Ello se explica porque el sujeto obrero relativo de las sociedades industriales no encuentra adecuación en la estructura socioeconómica de la región, donde el subempleo es muy elevado y el porcentaje de la población dedicada al sector primario sigue siendo significativo. Por el contrario, el pueblo, donde se encuentran los comunes y los cualquieras, permite con mayor facilidad la elaboración de la identidad colectiva en la que se fundamente la acción política.
También decíamos que toda identidad se construye postulando una diferencia como diferencia fundamental a partir de la que se excluyen las demás identidades, y esa diferencia adquiere múltiples formas: ya sea disponer de un auto amplio o, por el contrario, utilizar el masificado transporte público, ir de compras al centro comercial o tener que laborar a cuenta propia todos y cada uno de los días del año. Eligiendo algunos elementos en común con los que identificarse, al tiempo que son desechados otros, es como se postula la identidad cohesiva de la comunidad imaginada. A la sazón, la identidad es la sublimación de algún tipo de identificación política que, siendo potenciada por un determinado proyecto de lo común, delimita un adentro colectivo (nosotros, el pueblo) con el propósito de delimitar un afuera (ellos, la oligarquía). Aunque en cualquier caso está fuera de toda duda que semejante identificación siempre es construida, contingente, incompleta y cambiante.
- El liderazgo carismático
Según Laclau, la identificación afectiva por parte de la población a ciertos liderazgos carismáticos no tendría tanto que ver con una relación de idolatría como sí con la función de símbolo que en un momento dado un individuo es capaz de ejercer para aglutinar sectores sociales e ideológicos diversos y fragmentados. La particularidad de los liderazgos populistas radica en que, a diferencia de los corifeos tradicionales, éstos no necesariamente se desvinculan de las masas para reafirmarse por encima de ellas. El líder populista, por el contrario, trata de asemejarse a la gente corriente a fin de que los comunes se identifiquen con él. De tal manera que el nombre privado del adalid en cuestión empieza a asumirse como un nombre público de identificación colectiva: lo que era un nombre particular empieza a designar una realidad colectiva[6].
Otro aspecto característico de los líderes populistas es su procedencia distante con respecto al sistema político previamente constituido, ya sea porque no habían contribuido en la descomposición política de sus respectivos países o porque se habían opuesto directamente a ésta a través de algún hito más o menos heroico que los presentaba como referentes ante la mayoría social[7]. Siendo tal el desprestigio de un sistema político percibido como corrupto y endogámico, el líder carismático que tiene las manos limpias y anhela la refundación del país se encuentra capacitado para construir una mayoría nucleada en torno a su programa político. Por consiguiente, el líder simplemente es la figura visible de un proyecto político que inexorablemente debe ejecutarse a través de un gesto colectivo.
- La práctica discursiva
Aquí nos encontramos con la importancia que para Laclau tienen aquellos términos que por su carácter poco sistematizado son esencialmente ambiguos: los significantes vacíos. A estos significantes se los considera vacíos precisamente porque se prestan a interpretaciones distintas, constituyen pura forma y no expresan un contenido literal. Dicho categóricamente, “un significante vacío es, en el sentido estricto del término, un significante sin significado”[8] al que sería posible dotarle de uno siempre y cuando se logre que ese significado sea asumido por el conjunto de la comunidad de hablantes. Por consiguiente, en tanto que símbolos sobre los que es posible volcar ciertas cargas conceptuales, los significantes vacíos constituyen materia prima ideológica. La importancia de reparar en ello radica en que la actividad hegemónica consistiría primordialmente en apropiarse de los significantes comunes dotándoles del significado ideológico, y por tanto específico, del grupo que aspira devenir hegemónico. Completar las ausencias conceptuales que presentan los significantes vacíos es lograr que la comunidad, interpelada por los significantes en cuestión, conceptualice las ideas del grupo hegemónico. La apropiación de los significantes vacíos, dotándoles de un contenido compartido que sea concomitante a los intereses del grupo que aspira a devenir hegemónico, resulta indispensable en la batalla por la hegemonía. Pero veamos cuales vendrían a ser algunos de los significantes vacíos resignificados por las formaciones populares latinoamericanas:
Revolución. La revolución dejó de ser aquél concepto denostado por los gobiernos derechistas para presentarse como un proyecto modernizador de país. Lejos de asociarse con la algarabía política o las prácticas guerrilleras, la revolución ha sido vivida de manera positiva en tanto que necesaria para la democratización del acceso a los recursos sociales.
Patria. Este concepto, sobre el que se sienten fuertes vínculos afectivos y, por ello, resulta ampliamente movilizador, ha sido direccionado hacia la prosperidad de la comunidad por medio de la defensa de las conquistas sociales: procurar una educación gratuita, una sanidad accesible a todos, y un empleo retribuido dignamente. Dejan de ser patriotas, por tanto, quienes vendían las riquezas naturales del país a cambio de una posición de privilegio, así como los hacedores de política que supuestamente debían renegociar la deuda pública y, a un mismo tiempo, eran accionistas de los bancos nacionales que posteriormente compraban los bonos de deuda en el mercado secundario.
Democracia. Otro de los significados que, hasta la llegada de los gobiernos populares, se encontraba inscrito en el discurso de la oligarquía dominante. La democracia únicamente podía entenderse si antecedía el epíteto de liberal, siendo, a efectos prácticos, una democracia reducida a su mínima expresión. La labor resignificativa llevada a cabo por los gobiernos populares ha permitido repensar el concepto de democracia como un concepto expropiatorio, puesto que parte de que los muchos tomen el poder que atesoraban unos pocos y lo repartan entre todos.
Consideraciones finales
En resumidas cuentas, aquello a lo que llamamos populismo correspondería a un discurso que identifica las capas sociales mayoritarias como el pueblo legítimo. Pero, puesto que toda comunidad imaginada se conformaría en oposición a otra, la exaltación de la identidad popular requiere su movilización frente a un enemigo[9] que, en el caso de los populismos latinoamericanos, principalmente se identifica con las élites que históricamente han comandado el país: la tradicional oligarquía político-económica que se sirve de los recursos públicos para su enriquecimiento privado. En este sentido, el populismo no debiera entenderse como una ideología en cuanto tal, sino más bien como una forma de intervención política. Precisamente, en tanto que estrategia política con capacidad por hegemonizar el campo de lo social, el populismo tiene la particularidad de generar y aglutinar imaginarios que aúnen y movilicen en grado mayor que los del adversario debido a su capacidad de albergar un crisol de demandas que logran su unificación por cuanto que se enfrentan a un adversario común.
De este modo se podría decir que, en una situación con muchas reivindicaciones parciales o sectoriales desconectadas entre sí (trabajadores precarios, campesinos sin tierras, desempleados en general, madres solteras, estudiantes sin ingresos, indígenas históricamente excluidos, pequeños y medianos empresarios sin acceso al crédito, inmigrantes indocumentados, etc.), el discurso populista sería capaz de equipararlas al establecer entre ellas una función equivalente en tanto que reivindicaciones desatendidas por los poderes vigentes. No resulta complicado comprender la homologación susceptible de darse entre esas reivindicaciones si advertimos que, aun cuando aparentemente parecerían muy heterogéneas entre sí, su equivalencia está en que el sistema instituido no satisface cualesquiera que estas demandas sean. Laclau advierte, por consiguiente, que todos los sectores sociales que supuestamente tendrían intereses autónomos entre sí pueden orbitar en torno a una potencial identidad diferencial del orden administrado: al percibir los sectores desatendidos que sus diferentes demandas forman parte de una misma realidad política, pueden agruparse como una comunidad más amplia con el propósito de modificar la correlación de fuerzas en su favor.
Asimismo, el populismo se expresa en una retórica nacional-popular al pretender articular las capas mayoritarias de la nación que no participan de las cuotas de bienestar de las minorías privilegiadas. Así que la nación es capaz de actuar como catalizador del movimiento de los pueblos si éstos son capaces de identificarse con ella y encontrar en ella el espacio de resolución de la tensión social. A fuer de lo dicho, el conato populista presente en los gobiernos progresistas latinoamericanos debiera entenderse como un rechazo, por medio de la movilización de diferentes actores posibles cohesionados por una narrativa nacional-popular, al régimen previamente instituido. El populismo se vuelve así una referencia imprescindible para comprender la voluntad de cambio político en aquellos regímenes que, pudiéndose inscribir en principios aparentemente democráticos, excluyen a la mayoría de la igual capacidad por participar en los asuntos públicos en la que se basa una democracia efectiva.
[1] Alianza País (AP) en Ecuador, Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), Movimiento al Socialismo (MAS) para el caso de Bolivia. Todos ellos fueron partidarios del Socialismo del siglo XXI.
[2] La canción de Gino González titulada “Nosotros con Chávez” resulta sumamente característica del proceso en cuestión. Para visualizar el clip: https://www.youtube.com/watch?v=_mNMDuyhBJ0
[3] Modo por el cual el presidente ecuatoriano Rafael Correa se refiere al periodo político-institucional iniciado con la llegada de Osvaldo Hurtado a la presidencia en 1981 tras el ¿asesinato? de Jaime Roldós.
[4] Prueba de que la inversión extranjera no tenía ningún efecto multiplicador en las economías nacionales está en que, previamente a la renegociación del gobierno ecuatoriano con las petroleras, se estima que 80 de cada 100 barriles de crudo extraído en el país formaban parte de las utilidades de éstas y no del propietario legítimo de los recursos naturales: la República del Ecuador. Los efectos de la rapiña de las transnacionales sobre los sectores estratégicos de la economía fueron más que evidentes.
[5] Más parecidas a sacudidas espasmódicas que, por el contrario, a revueltas organizadas, estas protestas tienen una de sus manifestaciones más emblemáticas en el Caracazo venezolano de 1989. La Guerra del Agua de Cochabamba del 2000, así como la Rebelión de los Forajidos de Quito en 2005, son otras de las expresiones populares de rechazo a las políticas de carácter neoliberal.
[6] Dicho lo cual resulta pertinente citar al comandante Chávez cuando en la campaña de las Elecciones Presidenciales de 2012 (23 de agosto) afirmó aquello de “Chávez ya no soy yo, Chávez es el pueblo”.
[7] Hugo Chávez protagoniza el levantamiento cívico-militar de 1992 contra el presidente de Carlos Andrés Pérez asumiendo la responsabilidad de sus actos; Evo Morales fue un líder sindicalista que tuvo un papel destacado en la guerra del gas de 2003; y Rafael Correa dimitió como ministro del gobierno de Alfredo Palacio de 2005 por negarse a aplicar unas políticas económicas que tildaba de saqueadoras.
[8] Laclau, Ernesto. (1996) Emancipación y diferencia. Ed. Ariel.
[9] Puesto que la figura del enemigo es indispensable en la promoción de una guerra psicológica que mantenga las fuerzas propias cohesionadas entre sí y leales a un proyecto específico, semejante enemigo puede ser tanto una amenaza real como una creación ficticia. Asimismo, el enemigo puede ser interno (la restauración neoliberal) o externo (el imperialismo yanqui), y en no pocos casos tanto lo uno como lo otro.
Por Genís Plana
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